Este artigo de Luís Equini nos permite refletir sobre nossas atitudes frente a Deus, mas também frente algumas situações bem comuns. Ele parte da reflexão sobre o relato da transfiguração de Jesus e desenvolve uma interessante reflexão com coisas que nos passam a todos, chega a ser engraçado como nos identificamos com certas coisas. As duvidas e interrogações que ele traz, é o que certamente perpassa por todos nós. Vale a pena ler e refletir. Boa leitura!
¿QUIERO SINCERAMENTE TENER UN ENCUENTRO PERSONAL CON DIOS?
¡Qué bueno que estemos aquí!
Yo no soy exegeta, apenas soy un hombre en la búsqueda de la Verdad en la fe, y, como cuando estoy convencido de algo, es muy difícil hacerme cambiar de opinión, más todavía si hay condiciones que confirmen mi punto de vista, por ese motivo paso a detallar porque escribo esta reflexión en particular.
En la Biblia de Jerusalén, extraigo del Evangelio de Mateo Mt17, 4 y del Evangelio de Lucas Lc 9,33 sendos versículos que, a mi entender, confirman lo que desarrollo más abajo. (Mt 17,4…Señor, bueno es estarnos aquí…) - (Lc 9,33…Maestro, bueno es estarnos aquí…).
En el relato evangélico de la transfiguración de Jesús, se menciona que Pedro le dice al Maestro: ¡qué bueno que estemos aquí! (Mt 17,4) Y esta expresión se encuentra traducida, en algunos textos, como ¡qué bien estamos aquí! pero esto cambia totalmente el sentido de lo dicho por Pedro, no tiene nada que ver lo que dijo Pedro, con lo que se presenta en este último caso, más bien Pedro está diciendo “qué bueno que estemos aquí, en este momento”.
Pedro no habla de la situación personal de él y sus compañeros, no se refiere al bienestar que pueden estar experimentando ellos por lo que están viviendo, más bien se refiere al hecho de estar allí, ellos, presenciando como testigos privilegiados, ese hecho extraordinario, sobrecogedor, que los asombra y los turba, por lo que no atinan a nada, solo advierte, Pedro, que lo que está sucediendo es extraordinario, fuera de toda lógica, desconocido y maravilloso a la vez, y lo que llama su atención no es lo que está sintiendo, sino lo que está viendo, eso que está sucediendo frente a ellos, el cambio extraordinario que estaba experimentando su Maestro: la gloria de Dios revelada en su Hijo, por eso se olvida de sí mismo y pone a Jesús como centro de ese suceso único. Pedro se asombra por ser testigo privilegiado de lo que está sucediendo. En ese encuentro inédito de Dios con esos tres hombres, estos reconocen que lo importante de ese encuentro es Dios y lo que Él tenga que decirles a ellos, de hecho, Pedro quería armar enramadas (carpas) para Jesús y los interlocutores que lo acompañaban, mientras él, Pedro, y sus compañeros no se preocuparon nada más que de mirar, turbados y extasiados.
Surge la pregunta, ¿por qué es bueno que estén allí, los apóstoles? No es porque ellos se sintieran bien, o que tuvieran una sensación de placer, no, sino porque pudieron ver la gloria de Jesucristo, lo bueno era el hecho de estar allí en ese preciso momento, lo bueno era no perderse nada de lo que estaba sucediendo, porque en la presencia de Dios, cara a cara, lo único que adquiere verdadera relevancia es la presencia divina, la que hace olvidar todo lo relativo al “yo”, para centrar toda la atención en Dios, su divinidad y su gloria.
Obviamente que este fue un hecho extraordinario, tanto para esos hombres rudos y faltos de ciertos conocimientos, como para nosotros, que en oportunidades creemos “saber” las respuestas a todo. Fue un hecho que marcó la vida de esos hombres y debería marcar la nuestra.
Y ¿qué hago yo para intentar encontrarme con Dios? de hecho siempre es Dios quien sale a mi encuentro, Él elige a la persona, el lugar y el momento, (Adán, Moisés, Abraham, María, etc.), y en oportunidades yo me escondo como Adán; yo debo descubrir ese accionar de Dios en mi vida para responder adecuadamente al requerimiento divino, y no intentar evadirlo a Dios, de esa forma se hace posible el encuentro personal, mío, con Dios, reconociendo que el centro de ese encuentro es Dios y su gloria, la que yo debo reconocer.
Si cuando estoy en la presencia del Señor me siento bien, cómodo, sin problemas, entonces significa que no me llega el mensaje divino, no me siento interpelado y no pongo las prioridades en el orden que le corresponde, haciendo a un lado al Señor y poniéndome yo en el centro de todo. No tomo conciencia de la abismal diferencia que existe entre Él y yo, a favor del Señor, y usurpo su lugar creyéndome ser, en ese momento, más importante que Él. Debo reconocer que soy indigno para ese encuentro.
Yo, como criatura de Dios, soy importante para Él al extremo que mandó a su Hijo Único para que me rescatara del mal, pero yo no soy lo más importante de ese encuentro entre el Creador y la criatura. Si eso es lo que pienso, y me comporto según ese criterio, estoy equivocando el camino para relacionarme con el Señor.
La sola presencia del Señor me debe interpelar para que yo haga un minucioso examen de toda mi vida y logre ese cambio, esa metanóia, que Dios me propone. Igual que con el Evangelio, si en vez de sentirme interpelado por el mensaje evangélico me siento alagado, significa que no he comprendido el mensaje evangélico, pues, yo, un simple pecador, disto mucho de ser “irreprochable” en la presencia del Señor, como dice S. Pablo, y no debo confundir los roles, si el Señor se digna acercarse y permitirme estar en su presencia, debo saber y reconocer mi lugar para poder sacar el mayor provecho posible de ese encuentro, entre Dios y yo.
Ahora bien, cuando yo entro al templo, o “voy al desierto” o “subo al monte” para tener un encuentro con Dios, por lo general mi preocupación está centrada en “que provecho sacar”, o en como “sacar provecho”, de ese encuentro, me olvido que al acercarme a Dios, solo me debo ocupar de glorificarlo, con alabanzas sinceras, y todo lo demás me será dado por gracia.
En muchas ocasiones en que asisto a celebraciones religiosas, al término de las mismas me invade una fuerte sensación de insatisfacción, y es que yo no busco un encuentro con Dios, sino más bien busco satisfacer mis propios intereses, voy al trono de la gracia solamente a pedir, y pido mal; Jesús lo dice bien claro, “el Padre sabe lo que ustedes necesitan aún antes que lo pidan”, entonces debo acercarme a Dios más que para pedir, más bien para darle gracias por todo aquello que continuamente me está dando, y no debo acercarme solamente a pedir aquello que me parece necesitar, porque con ello solo demuestro que me acerco únicamente para obtener algún favor o porque tengo un problema y necesito la ayuda de Dios para solucionarlo; rezo a la Virgen María para que interceda por mí en tal o cual situación, rezo pidiendo la intervención de este santo o de aquel otro, (me dijeron que es muy milagroso en lograr favores), hago una ofrenda económica para que se rece una Misa por tal intención, anoto mis intenciones para que sean leídas en la Misa, dejo una limosna en la alcancía de las intenciones comunitarias, etc., y así sigue la lista, pido, y pido, sin llevar en consideración a Aquel que es el dador de todas las gracias, y que para hacerme destinatario de su favor solo pide que lo ame más que a nada sobre la tierra, que lo adore por lo que es, Dios vivo y eterno, además me pide que reconozca su grandeza y su amor al redimirme. Pero en cambio, cuando me acerco a Dios, lo hago con mezquinos intereses, y no para sentirme gratificado por la Palabra que me llega, y mientras estoy intentando hablar con Dios, yo mismo soy el centro de ese encuentro, o mejor dicho, yo me pongo en el centro, con todo el bagaje de mis cargas y problemas, creyendo que soy lo más importante, yo y lo que puedo obtener a partir de ese encuentro en el cual lo que sobresalen son mis pedidos, mis suplicas, mi interés, el cual está por encima aún de la adoración que le debo solo a Dios. Busco que la celebración me llene, me satisfaga, en el colmo del engreimiento creo que la celebración me tiene que satisfacer a mí y no a Dios, que es el verdadero centro de esa celebración religiosa, yo mismo debo satisfacer a Dios con mi adoración, y mi comportamiento humilde frente a Él.
Cuando entro a un templo, me dedico antes que nada a evaluar la construcción, la situación económica de esa comunidad eclesial, los ornamentos y las imágenes, en vez de dedicar mi atención a Aquel que está esperando, en el Tabernáculo, que yo le ofrezca mi amor.
Al escuchar un sermón, me puede pasar una de dos cosas, o el predicador me resulta aburrido, tedioso y falto de preparación, por lo cual no presto demasiada atención a la exposición que está haciendo, y por eso, me pierdo el mensaje que el Señor me está enviando; o el orador me atrapa con su carisma y forma de hablar, por lo cual me quedo disfrutando de la envoltura del regalo que Dios me está dando con su Palabra, y no llevo en cuenta el contenido de esa envoltura, que es Palabra de Vida, y por consiguiente, también me pierdo el mensaje que el Señor tiene para mi, dejo de lado el regalo por valorar la envoltura del mismo; de cualquiera de estas dos formas en que yo me acerque al Señor, estoy despreciando su mensaje, prestando atención a lo accesorio, y no a lo importante.
Cuando estoy en una celebración religiosa, presto mucha atención al celebrante, como si fuera el centro de aquella, miro como se desempeña, si me agrada o no, la forma como lleva adelante la ceremonia, pero más que nada presto atención como habla, si me gusta el sermón, y trato de ponerle una etiqueta, al sermón, que puede ser catequístico, de formación bíblica, o exegética, etc, y un sin fin de cosas más y que me alejan del verdadero centro de esa liturgia, que es Dios mismo acompañando a la asamblea toda y que le da su verdadero sentido a esa celebración religiosa, Dios es quien santifica ese rito, y a la asamblea misma, “donde dos o más se reúnan en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos”.
Es la presencia de Dios la que tiene que acaparar toda mi atención, y entonces, a partir de ese reconocimiento de la presencia divina, es cuando yo me sentiré pleno, feliz y puedo decir: “Maestro, que bueno que estoy aquí”, sin preocupaciones que ocupen mi mente y mi espíritu, pues estaré disfrutando de la gloria de Dios, el cual me hace gozar ya en esta vida, un anticipo de lo que será vivir eternamente en su presencia.
Pero qué lejos estoy de reconocer y aceptar que Dios esté tan cerca de mí para santificar todas y cada una de las celebraciones religiosas que se le ofrecen y a las cuales asisto, quizás para tranquilizar a mi alma pensando que “cumplo” con los requisitos de cristiano, y me olvido que Jesús dice que debemos ser adoradores en espíritu y en verdad.
Luís Equini
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